Un borracho con tacones

Fue hace un par de años cuando desperté por primera vez con los tacones. Producto de una borrachera la noche anterior, no recordaba un carajo. Intrigado, traté de invocar alguna imagen, algún recuerdo, por mínimo que fuera. En vano, por supuesto. Pregunté a mi esposa y con razonable enojo me cacheteó al negarlo. Mi hija recién nacida aún no usaba tacones. Mi hijo de tres años… Supuse que tampoco. Tomé el par y bajé a almorzar. Terminé y salí hacia la cantina, dispuesto a resolver el misterio (y tal vez a tomar un par de tragos).

Una cerveza… Nade sabía nada.
Tres tequilas… Nadie tenía una sola pista.
Un escocés…  Ya no importaba.
Cinco tequilas… ¡Puta madre!

Desperté en casa con la llamada a cenar. Afuera casi oscurecía, y abajo esperaba mi familia. Me levanté y caí, preso por los tacones. Molesto, me los quité y los aventé a la chingada, calzándome unas sandalias. Mi familia me hizo olvidar todo aquella noche.

En días consecutivos desperté normalmente. Casi olvidaba los tacones, pero volví a emborracharme. Despertar con ellos por tercera vez ya no me desconcertó tanto. Los cambié por mis zapatos y los guardé en el armario.


Con el tiempo me familiaricé con ellos. Aparecían sin falta al día siguiente de una buena borrachera. Así, poco a poco, el misterio se diluyó en lo cotidiano y terminé por aceptarlos, a pesar de que en su momento hice cuanta prueba pude para verificar su procedencia, sin dar nunca con alguna pista útil. Ahora ya me daba igual, era mi destino. Era mi destino despertar con tacones tras cada borrachera. Era mi destino llegar a morir sin saber que era mi mujer quien me los ponía para confundirme.

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