Le dispute
Aumentaba
la tensión, y su piel producía un sudor cada vez más denso. A lo largo de la
culata escurrían las gotas que delataban su duda. Inevitablemente habría de
llegar un último momento, y tendría que tomar una decisión. Plinio lo sabía, e
intentó dividir ese último instante en partes iguales. Primero en dos, luego en
cuatro, y finalmente en ocho. Entonces se dio a la tarea de encontrar cuatro
motivos para jalar del gatillo, y cuatro para no hacerlo.
La
otra persona también le apuntaba un cañón, y eso sería razón suficiente en
otras circunstancias. Lamentablemente no eran otras las circunstancias, y esa
persona era el amor de su vida. Su compañera eterna ahora daba su opinión sobre
el final de una historia con el hierro en la mano. La situación era, como se
podrá apreciar, cuando menos complicada.
Disparar
implicaba muchas cosas, siendo una de ellas renunciar a la posibilidad de intentar reparar lo irreparable. Si bien la
esperanza había muerto hace mucho en ambos, en él aún quedaba algo parecido, y
por ridículo que fuera, no quería renunciar a ello. Por otro lado, todo parecía
indicar que ella sí jalaría el gatillo. La apuesta estaba hecha, y el destino
era turbio.
Cuando
la conoció, no pensó que algún día llegaría a una situación como esta. En
principio por no ser algo muy común, pero además por la faz tranquila que ella tiene.
Un porte relajado que no le fallaba nunca. Esta mujer no tenía la intención de
tomar un arma en su vida, mucho menos de arrancar la vida a alguien. Pero este
día parecía ser una pequeña excepción. Ahí estaba, conservando su
característica paz interior. Casi ni se notaba que estuviera a punto de jugarse
la vida contra el hombre que amó algún día. Es probable que su interior no se
viera expresado por su rostro. Sin embargo, cabía la posibilidad de que realmente
no pensara nada, y su rostro impávido dijera la verdad sobre su indiferencia.
Observaba
incrédulo el reflejo de sus ojos. El par de lagos en los que tantas veces vio su
propia sonrisa. Ahora había una seriedad inmunda. No lo había notado, pero sus
expresiones eran una sola. Sería imposible adivinar sus intenciones.
Necesitaba
hallar más motivos, pero el tiempo se consumía. Rápidamente inventó una excusa.
No le satisfizo, pero ahora las cosas estaban parejas. Con esta idea vino otra,
un poco más compleja, y recordó que si disparaba iría a prisión sin duda.
Vivían en un pequeño apartamento en un edificio lleno de gente. Necesariamente
alguien escucharía el atronador disparo.
La
cárcel siempre aterrorizó a Plinio, y se había jurado morir antes de poner un
pie en ese infierno. Hasta entonces nunca pensó que tendría que tomar esa
decisión realmente. Lo consultó consigo mismo y vio que se había mentido.
Prefería vivir en prisión. Encerrado, pero vivo.
En
seguida se percató de que la última división se agotaba y todavía tenía que
encontrar un motivo para hacerlo. Buscó en lo profundo de su alma y encontró
valor. Solo eso, no necesitaba más. Tenía el valor necesario para hacerlo,
independientemente de sus motivos. Tal vez la mataría solo por hacerlo, o tal
vez había una razón para ese valor. Le daba igual, solo lo haría.
Terminó
el instante y la tensión alcanzó un máximo. Era el momento de actuar. Su dedo
se accionó e intentó jalar del gatillo. Cayó la pistola al suelo, mojada y
resbalosa por culpa del líquido sudado durante el último instante. Una sola
explosión cimbró el lugar y el proyectil se perdió en el cielo nocturno tras
salir por la ventana.
Derrotada,
Pamela dejó caer su arma. Una lágrima rodó por su mejilla, y por un instante
pareció perder la compostura. Se vieron por un segundo y supieron que era el
último adiós. Plinio se quedó parado, viendo hacia la ventana. Antes del sonido
estruendoso de dos sirenas alcanzó a escuchar los pasos delicados que bajaban
las escaleras.
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