Plinio Piensapiano

Se levanta de mañana, tempranito por eso del dicho. Se viste y desayuna escuetamente. Si la rutina está en su punto le quedarán unos cuarenta y cinco minutos antes de tener que irse al trabajo. Así es. Gozoso camina hacia el estudio con un donaire. Se sienta ante el instrumento, imponente como siempre, y tiende ambas manos sobre las respectivas octavas.  Respira profundo. Recuerda que no acomodó las partituras y camina hacia el estante. ¿Qué tocaré hoy? Se pregunta. Resuelve por algo fácil y se acomoda de nuevo. Respira. ¡El café! A pesar de haber tomado uno, no puede tocar el piano sin una taza a la mano. Va a la cocina y lo prepara. Regresa y respira. Toca una nota. Tin… Suena raro… ¡El metrónomo! Busca el metrónomo. Tiene la manía de guardarlo siempre en un lugar diferente. Es cosa de artistas, se dice a sí mismo. Respira. Toc, toc, toc, el metrónomo. Se sofoca porque el aparato perturba su propio ritmo. Se levanta y se estira un poco para ponerse en sintonía con el toc, toc. Respira. Tin, tin… Tin… ¡Prrrr! ¡Prrrr! ¡Prrrr! Terminaron los cuarenta y cinco minutos, es hora de ir a trabajar. El tiempo vuela cuando te diviertes, piensa.

Plinio es un Piensapiano, estirpe de artistas que no viven del arte, sino de su trabajo. Grandes virtuosos del piano todos ellos pero sin un solo concierto en su haber (ni siquiera una pieza tocada de principio a fin). La cotidiana práctica matinal se ha heredado por generaciones y en la sangre de la familia corre la rutina que ahora ostenta Plinio.

Victor Piensapiano escucha a su padre desde su cuarto y se pregunta si algún día, tal vez cuando sea mayor, podrá hacer lo mismo que su padre.

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