Tinta

“Tú no lo hagas, pero ven a vernos”. Muchas variantes hartaron a Mariana, quien finalmente accedió a ir con sus amigas a hacerse un tatuaje.

Era un lugar pequeño. Mariana se quedó un momento viendo los diseños que adornaban la fachada hasta que sonó la campanilla, anunciando que al fin entraba. Las dos amigas hojeaban un catálogo; un hombretón barbudo se hacía un enésimo tatuaje; una mujer esperaba su turno. Poco a poco fijó su mirada en cada arista del lugar, hasta llegar al último elemento: el tatuador, encargado de detener el tiempo en la piel de su cliente. De espaldas, parecía un tipo ordinario haciendo su trabajo, pero ella quiso verificar su apariencia. Momentos más tarde, se tatuaba un pequeño símbolo tribal en el brazo, ante la mirada atónita de sus amigas, quienes se habían acobardado en el último instante.

En la silla tenía sentido, pero fuera de ella era una locura. La joven renuente, perfecta antítesis del tatuaje en todo sentido, cediendo dócil a la tinta. El misterio era para todos, pero no para ella. Mirada fija, sonrisa discreta, sudor nervioso; todo bien camuflado por un dolor intenso. Ella solo eligió cualquier diseño del libro y él no hizo más que un simple ademán para que ella se sentara. No hubo necesidad de intercambiar palabras. Terminado el proceso, salieron las tres chicas del lugar.

En subsecuentes ocasiones volvió por más tatuajes. La intención siempre la misma (hablar con Carlos). El resultado invariable (silencio). La atracción se volvía hacia un sentimiento más íntimo y no podía ser de otra forma, pues la responsabilidad era mucha. Se dejaba marcar. Era un lienzo. Lamentablemente, y ella lo había estimado antes, no era infinita, por lo que llegó el día en que no cabía más que un último tatuaje.

Se armó de valor temprano, recordándose frente al espejo que era la última oportunidad. Después de este tatuaje, no habría ninguna excusa para volver con él, y ella sabía que la necesitaba. Entró e hizo sonar la campanilla por penúltima vez. Estaba solo. Caminó decidida y se sentó. “Haz lo que quieras”, tendiéndole la última superficie de su piel. “Es la primera vez que escucho tu voz”, mientras preparaba sus instrumentos. Una sonrisa. Otra sonrisa. La conversación fluyó de pronto…


Salió del local de noche y todo se sentía diferente. Ella ya era otra persona, sin una superficie de piel propia. Se preguntó si había valido la pena mientras hacía su trayecto a casa. “Definitivamente”, pensó en voz alta. No había conseguido pareja (tras un par de horas de conversar se dio cuenta de que no era su tipo), pero era una persona nueva. Eso, para ella, ya era algo.

Comentarios