Mi padre y los libros

 Desde que era niñx lo notaba, pero nunca me había planteado la pregunta de forma tan contundente como lo hice ayer. ¿Por qué si mi padre se la pasaba leyendo estaba cada vez más pendejo?

La orden usual era "Anda a ver qué está haciendo tu papá". Ahora comprendo que es un pedo cocer el arroz con alguien agarradx de tu pierna, y si mamá nunca me dio un buen zape es porque ella es una santa. Pero en su momento, aquello se sentía como una misión hecha al talle, un deber, una indicación que venida de los más altísimos rangos tenía que ser realizada por mi persona, sin ningún pero y con la máxima calidad. Yo corría hasta la sala, donde sabía que él estaba. Siempre que no tuviera trabajo o algo de qué hablar con mamá, estaba en el sillón verde, con las piernotas estiradas y un libro entre ceja y ceja. "¿Qué haces, papá?" "Leyendo". Nunca levantaba la mirada. "¿Me lees?" "Ehm... Ahorita no... Pero... De todas formas es un libro difícil, te vas a aburrir". No quería que me leyera, yo era más de ver pelis, pero esa respuesta era la luz verde para volver volando a dar el informe a mamá, quien ya vertía caldo rojo sobre un arroz perfecto, y así recibía mi deliciosa recompensa: un huevo duro.

Pero ni siquiera la excelente textura del huevo me hacía olvidar lo que veía. Mi papá, sentado en su sillón, apagada su presencia por un librero gigante que a su espalda se erguía como el depositario de cientos de miles de hojas, todas ellas con letras que habían sido o serían devoradas por la mente de mi padre. Pero él seguía siendo un pendejo. Rectifico. Cada vez era más pendejo.

Recuerdo que un día, después de haber leído un libro grueso-grueso, vimos en la calle a un par de morras agarradas de la mano. El cabrón me tapó los ojos y me dijo que no viera, que eran unas pervertidas y toda esa cantaleta que muchxs hemos escuchado. Si no es porque estábamos en público me hubiera dado una cachetada porque le respondí. "Papá, igual se quieren y ya". Lo sé, lo vi en sus ojos y en su mano temblorina. 

Era el tipo de personas que con recato obsceno le dicen "pipí" a los genitales, "cola" al ano, "bubis" a los senos, y que se ríen cuando ven perros cogiendo. 

El viejo era muy pendejo y había sido muy mal padre. Por eso ayer no lloré cuando me habló mamá para avisar que se había ido. Años y años de fumar, al fin deja el cigarro y el virus lo agarra en curva. Fue momento de volver, sanar viejas heridas para ayudar a mamá con las suyas. En realidad el pleito no era con ella, pero sufrió daños colaterales por culpa de aquel. Me recibió vestida de negro y con un pañuelo desechablo en la mano. La abracé. A la chingada la sana distancia, mi padre había muerto después de hacerme la vida imposible y mi madre había perdido a su esposo. Había demasiadas emociones en muy poco espacio como para que sobreviviera un virus pinchurriento. 

El velorio terminó temprano porque llegó una patrulla a verificar lo del metro y medio, y una tía se le puso al brinco. Se la llevaron y los pésame cayeron por WhatsApp. Cenamos ligero y mi mamá se acostó enseguida. Yo me quedé en la sala, con una taza de té frío y un maridaje intenso de ideas concurrentes. Cuando se me apagó el teléfono me di cuenta que estaba justo frente al librero. De golpe me vino la pregunta. ¿Por qué si mi padre se la pasaba leyendo estaba cada vez más pendejo? Leí el primer título y fruncí el seño con tal disgusto que casi me da un calambre. El siguiente me tensó más. Continúe examinando los lomos, hasta me acerqué para estar segurx. 

De pronto todo tenía sentido, una luz se iluminó. Mi padre fue un pendejo y sus lecturas lo respaldaban, eran el testimonio mudo del hombre de mierda en que se había convertido. Tú sabes qué libros son, los conoces. Los has hojeado en la librería, has visto su precio, has notado que alguien los lee en el camión. Te los han recomendado. Pues esos mismos libros, todos juntos, ocuparon por años el bagaje mental de mi padre. 

Lloré un poco. Maldije como lo hacen los personajes de Borges. Dormí y soñé con un mundo más amable, uno en el que no hubiera pasado una semana en la calle con quince años.

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