El gato Morris

Me extrañó ver al gato Morris en la banqueta, luciendo su pelazo negro y los ojos bicolores tan lejos del departamento del señor Ponce. Pero sobre todo, me extrañó verlo lamiéndose las patas.

El gato Morris no se lame las patas si no tiene una razón suficiente, es bien sabido. La última vez que le vieron hacerlo se acababa de adjudicar media docena de ratones. Uno por uno, en un ejercicio metódico digno de un cirujano, les dio una muerte certera para luego abrirles la barriga y dejarlos regados por el suelo de la sala de un molesto señor Ponce. Lejos de sentirse intimidado por los gritos, el gato Morris se regodeaba en silencio sobre el tiesto de la ventana que daba a la calle, lamiéndose la sangre de las patas y viendo apenas de reojo a su molesto dueño. En otra ocasión corrió el rumor de que lo vieron haciéndolo tras haber desaparecido el canario de la señora Reséndiz.

Por un momento sentí miedo. Miedo de que hubiera dado cuenta del señor Ponce, quien estaría sobre la alfombra de su sala, el cuerpo nadando en sangre y la mirada seca clavada en el techo, con una expresión de terror como fotografía de sus últimos momentos. Imaginé al felino saciando su instinto con un ave en la sala, al señor Ponce abriendo la puerta tras llegar del trabajo. Gritos, amenazas. La indiferencia y la lengua sobre las patas. El enojo. Una mano en el aire, un golpe, un salto y un rasguño. Todo en menos de un minuto, la obra maestra de un asesino consumado que solo estaba a la espera del momento adecuado, del pretexto.

Lo vi sobre la acera, seguía lamiéndose las patas. No quería ser yo el siguiente. Corrí hasta mi casa y cerré con llave. Tomé el teléfono y sin perder más tiempo advertí a la policía, no hacía falta cerciorarse, tenía la certeza de que el señor Ponce había muerto. Un rato después me asomé por la ventana al escuchar cómo forzaban la puerta. A la incertidumbre le siguió la ambulancia, y a esta la camilla con el bulto cubierto por una sábana blanca. No me atreví a bajar y dormí temprano con las ventanas cerradas.

Por la mañana compré el periódico y el titular me sorprendió por completo. “Hombre de mediana edad se suicida en su departamento en la Azteca”. ¿Se suicida? “El día de ayer fue encontrado el señor P. yaciendo sin vida en el suelo de su departamento tras haber sido reportada actividad inusual a la policía local. Un cuchillo en la mano y la perforación en el lado izquierdo del pecho fueron elementos conclusivos para que las periciales dictaminaran la muerte por mano propia”. Por supuesto que no era así. Yo vi al gato Morris lamiéndose las patas. El señor Ponce no se había suicidado, ese maldito gato logró la coartada y se salió con las suyas. No supe si debía dar aviso a la policía, seguramente no me creerían. Pero también era un peligro… Esa bestia andaba suelta.

Decidí no hacer nada más que protegerme. No volvió a tener casa y se volvió algo así como la mascota de todos. Iba a las casas por comida y vagaba por las calles libremente. Yo le cerraba la ventana cuando llegaba conmigo. Me vio aquel día y estaba seguro de que sabía que yo hice la llamada. Solo necesitaba un pretexto para actuar y volver a lamerse las patas.

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