Al abuelo no le gusta el clima

Van ya dos días que no sabes nada del abuelo, pero no temes por su seguridad. Sabes que el viejo está fuerte y que se sabe cuidar solo. Va y vende cosas, hace negocios. Se pasea y hace lo que le da la gana. Aun si tu madre se desborda en llanto o tu padre hace llamadas como si fuera un call-center, que no haya llegado a dormir no significa que esté mal. Recuerdas cuando te llevaba al zoológico y caminaba a tu lado, quejándose de la gente y del sol. Cuando comían en restaurantes que encontraban por accidente. Su ceño fruncido al no querer salir de la piscina helada, “¡te vas a enfermar, necio!”

Llueve. Años atrás, cuando yo era nieto, hubiera saltado los charcos sin preocuparme por los pies mojados o la bastilla lodosa. No es que ahora me moleste, pero tampoco me dan ganas de hacerlo. Me faltan energías y voluntad. El pequeño lo haría aunque yo lo regañara, tal vez por eso ya no quiero. Dejaron de regañarme cuando me fui a vivir solo. Dejaron de quererme de esa forma y todo se volvió en “consejos” de otros que, como yo, buscaban su camino en un mundo que no daba tregua ni referencias.

Duermes y sabes que el siguiente día es el tercero. Sigues sin angustia, pero comienzas a creer que deberías preocuparte, aunque sea solo un poco para mostrar el afecto que le tienes. Tal vez si no tomas la primera clase puedas ir a pegar unos anuncios de los que trajo tu tía, impresos con la cara del abuelo y dos números de teléfono. “Mentira”, piensas mientras te revuelves entre las sábanas. Esa no es su cara. Él no está tan arrugado ni carga sus años con amargura. El señor de la foto debe estar modelando para una sesión de fotografías deprimentes. El abuelo lleva la barba arreglada siempre, no dejaría que los bigotes se le abrieran por las puntas.

Voy hacia la puerta tras la tercera vez que me piden que deje el lugar. Veo la madera hinchada y siento que mis huesos son caoba. Ya no llueve pero está nublado y el aire húmedo me obliga a subir la bufanda. Me pregunto qué estará haciendo el pequeño. “Por la señal de la santa cruz…” Necesito comer pero no puedo, no tengo hambre y me mareo cuando lo hago. Una señora pasa y me avienta una moneda, me hace pensar que parezco mendigo con el traje de pana antigua y la bufanda que me tejió la güera. Es solo mal gusto, malos modales, clasismo, pero me viene bien el dinero para comprar un trago.

“¡Un borracho!”, gritas indignado. “¡Un borracho! Es lo único que me faltaba”. Te contienes y no avientas el plato solo porque en verdad disfrutas de un buen pozole, no por el sabor como por la memoria de los domingos en el centro. Tu mamá llora y tu papá te manda al cuarto. Se creerá que eres un niño. Sales por la puerta y escuchas gritos y más llanto. Debes aceptar que estás empezando a angustiarte, en cuatro días pueden pasar muchas cosas, incluso a un hombre de caoba. No es tu intención jugar a los detectives pero no ves nada malo en dar una vuelta por la alameda, tal vez preguntar a don Fermín o a Plinio. Piensas en lo molesto que estaría por verte sin suéter.

¿Sabes qué es cansado? Vivir. Es como correr un maratón que no termina nunca, y aun en los breves instantes en que logras tomar aire suficiente para seguir avanzando te encuentras con que necesitas más fuerzas.

Comentarios