Los Encuerados

 La punta del cañón se asomó por la esquina y eso sellaba nuestro destino. Los policías retrocedieron sin bajar la guardia. Nosotros... Algunos corrieron, los más valientes. Los que aún tenían sangre en las piernas y voluntad de seguir intentándolo doblaron rápidamente la esquina y volvieron al cuartel en la avenida treinta y cuatro. Los otros, nosotros, los más cobardes, nos quedamos de pie. El Jefe siempre dijo que si moríamos tendríamos que aguantar parados lo más posible, para no manchar la causa. Nadie moriría de rodillas, pero tampoco corrimos. El tanque se dejó ver en todo su esplendor y cayeron nuestras armas. La derrota se reflejó en nuestros rostros, en cualquier momento se escucharía una detonación y lo último que sabríamos sería lo fácil que es acabar con otras vidas sin apenas darte cuenta. 

Recé, no por religioso sino por si acaso. No sé si pedí un milagro o si solamente pensé que sería bueno que llegara uno, pero apenas terminó de girar el cañón para apuntarnos escuché los vítores de Marcos seguidos por los del resto de la tropa. Abrí los ojos y al frente, encarando a la bestia metálica, un hombre desnudo se llevaba las manos a la cintura mientras escupía al suelo. —¡Los Encuerados!—, gritó alguien. Todos aplaudieron y tomaron las armas. Volvió la fuerza a nuestras extremidades, adelantamos al hombre y corrimos hacia el tanque que ya retrocedía forzando al máximo sus motores. Apenas recorrió la mitad de la cuadra cuando se detuvo de pronto y entre todos pudimos darle alcance. Al llegar, vimos a una mujer desnuda que lo detenía con una mano. Una explosión hizo eco y un instante después caía a lado de ella el hombre. 

Los Encuerados, una pareja de luchadores revolucionarios. Escondían un poder inmenso que fue revelado durante la "Batalla Catorce", cuando derrotaron ellos solos al comando del General Robusto cuando todo parecía perdido. Conscientes de las armas en que se habían convertido, huyeron al desierto y se dedicaron a cultivar sus habilidades y seguir peleando por sus ideales sin recibir órdenes de nadie. Quizá por eso no eran muy queridos por ningún bando, pero lo cierto era que a nosotros, a los combatientes, nos garantizaron siempre las victorias más importantes. 

El tanque rugía, querían irse pero ella los detenía. Apuntábamos a la escotilla y finalmente se rindieron. Salieron dos personas con las manos arriba y las quijadas tensas. —¡Gloria!—, gritó una de ellas y un disparo le hizo caer hasta el suelo. Los Encuerados saltaron hundiendo el suelo bajo sus pies y se perdieron entre las ruinas que estaba dejando la guerra. Nosotros nos fuimos cobrando la segunda vida. Al volver al cuartel de la avenida treinta y cuatro nos recibieron con sorpresa. —¡Pensamos que habían muerto!—, corrió la Generala Sensata a abrazarme. —¡Nosotros también!—, le contesté cuando nos separamos. —Pero llegaron Los Encuerados y nos salvaron. Hasta vengamos a Raquel y a Pepe—. 

Reímos en homenaje a los caídos ese día. El Jefe no nos dejaba llorar porque en el nuevo mundo debía haber felicidad. Hubo inventario de parque y de efectivos y fuimos a dormir. En la cama yo lloré en silencio. Nunca antes había visto tan cerca a la muerte, pero tampoco los había visto a ellos.

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