De Luis y su candelabro

El golpe seco cimbró el departamento. En otro momento eso hubiera alarmado al vecino, quien hubiera subido para quejarse del escándalo. Pero no era el caso, pues todo mundo se había ido de vacaciones. Solo Luis estaba en casa. El pobre diablo no había podido salir porque tenía trabajo. Ese maldito trabajo que le quitaba la vida, pero que le daba para vivir. Su novia, tan afín a él en otros tiempos, ahora se encontraba haciendo sus cosas, harta de él y los años que llevaban juntos. Tampoco sería ella opción para ayudarle. Sus padres no lo visitarían sino hasta el próximo fin de semana. Su gato, finalmente, era un completo inútil. No alcanzaría el teléfono, ni sus gritos alarmarían a nadie a más de cuatro pisos hacia abajo. Estaba condenado a permanecer ahí hasta poder moverse de nuevo.

Caprichosa es la salud, pues casi no avisa y solo se debilita de pronto. Asustado al principio, Luis trató de calmar su respiración y pensar en lo que estaba pasando. Tropezó y cayó, solo sintió un leve golpe y luego silencio. Veía el techo solamente. Por un segundo contempló la posibilidad de haber muerto. Nada de eso. Solo estaba paralizado. No entendía bien por qué, apenas cursaba el primer año de medicina, pero supuso un mal golpe. Analizó las circunstancias y pensó que estaría bien un día o dos, pero no más. Si antes de eso no lograba moverse su destino sería incierto. Intentó en vano mover la cabeza. Solo podía mover los ojos. Se lo pensó con cuidado, debía ser cauto. Durmió.

Al despertar seguía ahí, sin poder moverse. Fue entonces que notó dónde había caído. “¡El puto candelabro!”, pensó. Días atrás había instalado un elegante accesorio en su sala. Para su mala fortuna era tan inútil como su mascota y lo había instalado mal, quedando flojo de un lado. Haciendo gala de su gran desidia, no lo arregló. Ahora yacía debajo del desastre inminente. El juego había cambiado. “Ya no me debo preocupar solo por morir de hambre, sino ahora también por morir aplastado”. El sentimiento de impotencia que lo invadió en ese momento le hizo creer que se estaba moviendo. Nada, solo fue una ilusión. Tendría que llegar a buenos términos con el candelabro.

 “Bueno, bastardo, asumo mi responsabilidad. Es verdad que no te reparé cuando debía, y que no te instalé como decía el instructivo. Pero venga, tú también entiéndeme… Tengo trabajo, tengo la escuela… No tengo tiempo para esas cosas. Si no te me caes encima te compraré focos caros y te pondré los últimos tornillos”. El fatal accesorio lo veía socarronamente, inmóvil e inexpresivo como cualquier otro objeto, pero con una personalidad inaudita. Luis se inquietaba. No lograba hacerlo entrar en razón. Parecía que se movía un poco. “No se cayó en tres días y ahora es que piensa zafarse, hijo de puta”. Respiró profundo y aceptó su destino. Tal vez era como debía pasar.

Llega un momento en la vida en que sientes que morirás. No sabes cómo ni por qué, pero sabes que debe suceder. Al día siguiente, aún inmóvil, Luis sintió eso. Abrió los ojos para asumir su destino, al menos vería y maldeciría a su asesino. “¡Cae de una vez, estúpido! Lo he aceptado, ¡moriré, y morirás conmigo!”. El candelabro, serio, comenzó a tambalearse. Era el momento, y se sentía en el aire. Luis reía, recordando algunos momentos importantes. El movimiento pendular se hacía más pronunciado, caería en cualquier momento. Desesperado, Luis comenzó a golpear en el suelo. Su risa se había convertido en un rictus. Sus pies hacían pronunciados movimientos.

Al fin notó Luis que se movía, y se detuvo al momento. Miró hacia arriba y notó cómo el último tornillo se desprendía. Rodó tan rápido como pudo y se incorporó de un salto. Su mirada se dirigió instintivamente al espacio en el suelo donde yacía, y el espacio había sido ocupado por el candelabro y un poco de escombro. Luis no daba crédito a lo que veía. Se había salvado por un pelo. Sonrió y mostró el dedo a su enemigo derrotado.


Al día siguiente los perros de rescate husmeaban en los edificios caídos. Encontraron el cuerpo de Luis y otros tantos, y los llevaron a la morgue. Las labores de rescate siguieron todo el día en el resto de construcciones caídas. El ligero sismo no había cobrado más que una docena de vidas, casi sin drama alguno. Cuentan los paramédicos que el único caso particularmente complejo fue el de un hombre que encontraron con un candelabro atravesado en el pecho. “Quitarle esa cosa fue lo más difícil que he hecho en mi carrera”, comentó para un reportaje un bombero que había estado en servicio ese día.

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