Crónica de un baño

Algo que me ha enseñado la vida es que da muchas vueltas. Y otras chorradas de ese tipo, pero no  importaba en ese momento. Vaya, que ni siquiera pasaba por mi mente. Yo solo sabía que me estaba cagando. Naturalmente, entré al primer servicio que se me cruzó en frente, y fue así como me dio abrigo una biblioteca. Ya aliviado de la opresión inicial, saqué el teléfono y me dispuse a perder el tiempo. Pantalones abajo, el trono ya tibio, los codos en las piernas, la mirada clavada en el aparato (electrónico, para dejarlo claro). Estaba cómodo, pero no duraría demasiado.

 Lo siguiente fue una noticia. A veces las noticias son gratas, y a veces no. En este caso no lo era. “Gonzalo Estrada se escapó de prisión”. Puta madre. Traté de respirar profundo, pero no fue la mejor idea. Me limité a calmarme con un masaje a la sien. Se trataba del más famoso asesino de los últimos años. El tipo era conocido por su brutalidad al ejecutar a sus víctimas y su habilidad para acorralarlos en sitios cerrados y solitarios. ¿Vas captando mi temor? Si no, te lo explico brevemente. Las bibliotecas en este siglo son un pinche vestigio de lo que eran antes. Ya nadie se preocupa de revisar un libro, y si te pasas por una, verás que es un desierto. Así pues, estaba solo en el baño, y por tanto, potencialmente acorralado.

Tras una ligera hiperventilación y dos o tres reflejos de arcada, logré calmarme. Le bajé al baño para pensar bien e hice la limpieza pertinente. No había forma de que Estrada fuera a parar a ese baño, ¿verdad? Seguramente estaría escapando a otro estado. Reasumida mi posición, volví a lo mío. Fue entonces que escuché el sonido de la puerta. El corazón se me detuvo un instante. Me congelé y escuché, no había de otra. Los pasos pesados de un hombre llenaron el lugar. Mis tímpanos, en otros momentos más bien despistados, lo captaban todo con precisión militar. El tipo debía medir aproximadamente 1.90 y tener unos pies de al menos 30 centímetros, complexión robusta y un traje… La que me parió. ¡Llevaba un traje de recluso!

“Cabrón, tranquilo”, me dije a mí mismo en lo más interno, “que no puede saber todo eso con tan solo escuchar, ¿es que te has vuelto loco?” Quise reír pero no me atreví. Solo sonreí ante mi lapso de idiotez. Por un momento hasta pensé que podría ver a un hombre con las orejas.

Retomé la sesión, casi listo para salir de ahí, cuando noté que un par de zapatos se mantenían inmóviles fuera del cubículo. ¿Pero qué quería este sujeto? ¿Por qué no entraba al de a lado? Claro que este hubiera sido un motivo para elevar mis nervios de nuevo, pero me acordé del desastre que había en el otro baño. Maldita gente, ¿cómo pueden hacer eso y luego no apretar un jodido botón? En fin. Estaba también el baño de discapacitados, pero por supuesto, nadie caga en ese, ¿verdad? Mi  sitio era el único. Ni hablar, se acababa el ocio.

Cada músculo se preparó para levantarme, pero un zapato comenzó a hacer ese estúpido pisoteo impaciente. Estaba por salir, pero no me gusta que me apresuren. Me senté y decidí tomar otros dos minutos. Este cabrón no me la hacía. Pero sentí el maldito hormigueo en las piernas. Se dormían y eso anunciaba justo quince minutos ahí dentro. No llevaba ni un minuto del castigo que le había impuesto al sujeto, pero el cuerpo me pedía tregua. Me levanté, subí los pantalones, guardé el teléfono. Abrí la puerta. Parado ahí, frente a mí: Estrada. 1.90 metros, pies de 31 centímetros, gordo como él mismo y el traje de recluso. Me rasqué una oreja. Tal vez él pensó que era un movimiento neutro, pero en realidad la estaba felicitando. Nos vimos a los ojos por unos segundos hasta que me harté y rompí el silencio.

“Y… ¿Me vas a matar?”, pregunté. La mirada clavada en sus pupilas sedientas de sangre, revisando de reojo la sonrisa retorcida. Alcancé a ver que llevaba un cuchillo en la mano, y lo empuñaba con fuerza. Tal como lo dije antes, el lugar estaba solo. “¿Qué?”, preguntó de vuelta, sin cambiar su semblante. “Que si me vas a matar…” Soltó una carcajada. “Pues si sigues aquí cuando salga, tal vez, pero ahora solo sé que me estoy cagando”. Entró al baño (pidiendo permiso, porque un asesino nunca es completamente descortés) y lo próximo que escuché fue una sonora flatulencia seguida de un suspiro de alivio. Naturalmente me fui de ahí corriendo como nunca soñé que lo haría.


Curioso, ¿no? He estado ante el asesino más peligroso del país. He visto la muerte a la cara. Pude haber sido el siguiente. Pero no… El baño a nadie perdona. Ni al mismísimo demonio. Como nota adicional, final, y no al calce porque sería ridículo, he de comentar que volví al día siguiente, solo para recordar el incidente. Entré al cubículo y me senté para rememorar lo de un día antes. Sin embargo, antes de poder perderme en mí mismo, vi que en la puerta, por dentro, alguien había rayado con un cuchillo. “PUTO EL QUE LO LEA”. ¿No es un encanto esté hijo de la chingada? Creo que hasta me dan ganas de encontrármelo otro día.

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