Cherchez la femme

Hartos de encontrarse solamente en el campo de batalla, y habiendo sido una vez más los únicos supervivientes del más reciente encuentro, decidieron perdonarse la vida una vez más (ya era habitual para los dos soldados), partiendo cada uno para su facción. Pero antes de terminar de marcharse concertaron una cita: el que sobreviviera, debería ir, justo en un año, al café situado en la 47 Rue de Babylone, donde podrían charlar más a gusto.

La guerra continuó y seguían hallándose en batallas. La guerra terminó y las batallas cesaron. Los encuentros quedaron atrás.

Meses más tarde, el Coutume Café esperaba a dos soldados, quienes llegaron casi al mismo tiempo. Ordenó cada uno un café y comenzaron a charlar. Deportes, juegos, viajes, experiencias, la familia, política (poco),... Reían, golpeaban la mesa. El tercer café no fue café sino cerveza. La tercera cerveza fue whisky. Al borde de la noche dejaron el lugar que cerraba sus puertas y, balanceándose por las calles de París, siguieron platicando.

Como no puede ser de otra forma cuando dos camaradas charlan, llegaron al tema de las mujeres. Pícaros y ebrios, describieron con lujo de detalle la variedad de mujeres con quienes habían estado. Altas, bajas, delgadas, robustas, extranjeras y nacionales. Una que era de cabello largo y rizado, castaña, de grandes ojos morenos y piel bronceada cuasigitana... "A ver, repite eso", musitó el uno. "Una que era de cabello largo y rizado, castaña, de grandes ojos morenos y piel bronceada cuasigitana". "Y ella se llamaba Martha..." "Ella se llamaba así". Y terminó la tregua.

El sol mañanero iluminó dos cuerpos tirados en la orilla de la banqueta de un parque, cada uno con un tiro preciso en la sien y una pistola en la mano. La guerra no era culpa de ninguno de los dos, pero el sexo sí. Veinte años de matrimonio no bastaron a Martha para decir "No" al apuesto soldado que se le presentó. Así, sin imaginar que era quien era, accedió a sus intenciones y supuso que su marido, luchando en otro lado no tan lejano pero sin posibilidad de vuelta pronta, no llegaría a enterarse jamás. Pero él se enteró, porque como dice Borges, a la vida le encantan los paralelismos.

Los dos, ahí tirados, constituyeron el final definitivo de la guerra: volvía el horror cotidiano a la muerte. Los encabezados ya no anunciaron esos dos cuerpos como simples cifras, sino como una tragedia. La paz en la guerra se volvió guerra en la paz, y Martha se quedó sola (al menos hasta que conoció a Martín, pero esa es otra historia).

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