And hence a(nother) dream dies

Se levantó con pesadez del sofá. Caminó hacia la DVD invadido por el aroma a chetos y refresco de lima-limón que llenaba la densa atmósfera de la sala. Sacó el disco con la mirada fija en el televisor puesto en stand-by, preguntándose por qué habría gastado otras dos horas de su vida viendo una película mala. Mala como ella misma, mala como el amor de un día que uno se encuentra en el transporte público (malo porque no es amor). Una película de comedia donde la pareja se odia al principio y luego se va dando cuenta de la idoneidad de su unión para terminar con un beso glorioso y un epílogo cursi. Volteó a ver el reloj como si hiciera alguna diferencia.

De niño soñaba con ser director de cine. Pensaba que bastaría con ver suficientes películas y comprar una cámara réflex,  pero pronto se dio cuenta de que no era tan simple: en realidad debía hacer algo. Ni sus miles de horas invertidas en sucio cine independiente o en sobreprotegido cine hollywoodense —ni siquiera las cien horas de cine de Bollywood— le dieron la chispa que él pensaba necesitar. Película tras película, su sueño se diluyó entre los planos de otros que sí hicieron lo que querían.


Ante esta panorámica, vióse rendido a los veinte y pensó en hacer algo menos palpable. Compró una Olivetti chatarra y la arregló, después un buen paquete de hojas de máquina de mediana calidad, y se dio a la tarea de escribir. Cada tarde, después de comer, veía alguna película mala —malísima, para seguir sepultando su Ser director de cine— y luego escribía. Escribía por horas hasta que le daba sueño. Escribía. En pasado, porque ese día que sacó el DVD, viéndose sumido en la atmósfera de botanas y refresco, decidió que haría el último cuento. Un cuento en que narrara justamente eso, para no volver a escribir jamás.

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