El perfecto momento
Un camión cerca de reventar. El
calor a punto de dejarnos a todos horneados. Una chica asquerosamente bella
sentada justo en el asiento a donde mi pelvis apuntaba amenazante cada que
alguien pasaba por detrás mío. El
chofer, como siempre, manejaba lento e ignoraba el timbre. Un indecente ponía la
música de su celular tan fuerte como podía. Tres niños; dos lloraban, uno
dormía. Más hombres que mujeres, más
viejos que jóvenes. A lo que podía ver, era de los pocos que no rebasaba los
treinta años. Aparte de los niños, la chica asquerosamente bella, y yo, todos
eran añejos.
Mi parada no llegaba sino en una
hora. Menudo caminito. La chica asquerosamente bella volteaba de vez en vez, me
miraba de reojo, y regresaba la vista con una sonrisilla malévola. Quería que
le hablara la muy maldita. Y yo, sin duda, quería hablarle. No era muy bueno en
eso, pero nunca está de más intentar.
Poco a poco, el camión se fue
aligerando. Llegábamos al final de la ruta, estábamos a escasos quince minutos,
cuando me encontré con un camión sorpresivamente solitario. Tanto, que se
desocupó un asiento— ¿cuál si no el de al lado de la chica asquerosamente bella?—
y solo yo quedé de pie. Ahí, justo ahí, tenía mi oportunidad para entablar una
bonita conversación que, con la mejor de las suertes, duraría poco más de
catorce minutos.
Tomé asiento de la forma más
incómoda que se me pudo ocurrir, y ambos suspiramos al mismo tiempo. Por lo
visto, ella tampoco estaba acostumbrada a esto, pero pensaba intentarlo como
yo. Me rasqué la nuca y comencé con una frase que consideraba chistosa. “¿Sabes
cuánto pesa un oso polar?”. La respuesta me dejó atónito, y no era para menos… “Lo
suficiente para romper el hielo, me llamo Carla y ya me sé esa”. Sonreímos y
sentí algo que seguro ella también sintió: un pequeño cosquilleo del tamaño de
una bomba atómica justo debajo del diafragma. La plática comenzó, y yo pensé en
apreciar cada minuto, pues quedaban trece. Nunca hubo una interacción humana
como la que experimentamos en aquél momento. Las opiniones idénticas eran las
importantes, y diferíamos solo en lo absolutamente necesario. Nuestro humor,
tan igual que daba pena, nos sacaba una risa por minuto. Quedaban siete.
Si alguna vez has sentido la
felicidad sabrás a qué me refiero cuando digo que en ese momento los dos éramos
felices. En menos de ocho minutos ya veía mi futuro a lado de esa chica
asquerosamente bella. Con hijos y una bonita casa en el campo, gozando de la
vida como se debe gozar. El tiempo voló, y los catorce minutos se hicieron dos.
Pronto llegaríamos al final de la ruta, y tenía que pensar rápido en cómo
pedirle algún modo de contactarla, o invitarla a salir, o al menos conocer su
nombre para buscarla luego. Me hice el valiente, y esperando a que la última
risa se apagara, solté las palabras fatídicas que iban a marcar mi destino. “Te
amo. ¿Saldrías conmigo?”. Una risita me hizo sentir un poco mejor, pero la
respuesta negativa me haría caer por dentro. Sin mostrar mis verdaderos
sentimientos, pregunté socarronamente el motivo de esa respuesta.
Cuando llegué a mi casa no pude
haberme sentido más devastado. El marica que haya inventado lo del maravilloso
momento que queda en la memoria como la situación perfecta que nunca ha de ser
repetida para preservar su perfección…o algo así, es un auténtico bastardo.
Como sea. Mañana será otro día y
yo ya no estaré. Por favor, alimenta a mi gato y asegúrate de que Alberto no
escriba una pendejada en mi lápida. Buenas noches.
Nota: no me mato por la chica
asquerosamente bella, pero no está de más mencionar lo que me pasó en mis
últimos instantes.
JMGC
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