Incipiente
Cuando me levanté esta mañana,
con el mismo sopor rutinario de cada día, una fuerza desconocida me empujó a no
ponerme la camisa, ni los pantalones. Este día la ropa interior, esa que nos
protege sin que nadie más lo sepa, sería mi armadura del día, la que me iba a
proteger de la vida.
Me preparé el café y lo bebí de
un sorbo. A pesar de quemarme un pezón, no tuve que preocuparme por cambiar mi
camisa, y con ello todo el traje.
Al tomar mi cartera no supe dónde
ponerla, así que la regresé a su lugar y salí de casa sin dinero ni
identificación. Ni mi condón.
El sol matutino me recibió un
poco mejor de lo acostumbrado, acariciando con sus tibios brazos de luz mi
desnuda superficie. Mis brazos, mis piernas, mi espalda. Sintiendo el calor del
gran astro de una forma diferente, sin pudor ni miramientos.
Caminando, podía sentir el polvo
de la banqueta a mis pies; el suave y húmedo tacto del pasto, y la curda
realidad de una caca de perro.
Las miradas, acusativas y muy
cabronas, caían sobre mí como dardos en tablero. Constantes quejas y
autoridades me obligaban a correr hacia nuevos lugares.
Ni mencionar que tuve que tomarme
el día en el trabajo. Y el mes. Y el año. Que tendré que buscar uno nuevo,
vaya. Al parecer, al corporativismo no le agrada la idea de tener que lidiar
con la plena libertad de sus empleados.
Poco a poco, el sol se retiraba,
obligándome a querer regresar a casa. Lo cual así fue. Me volví por el mismo
camino de siempre, pero un poco más de prisa, siempre con las miradas
inquisitivas de mis vecinos cayendo sobre mí como baldes de agua helada.
Me bañé apenas llegué, y me puse
mi traje. Vacié medio bote de gel sobre mi cabeza y me peiné con sobriedad
intachable. Me rasuré; la loción hizo arder la cortada que me había hecho.
Preparé mi cama y me acosté. La
tela del traje se arrugaba más cada segundo; la corbata dificultaba mi
respiración, y los zapatos recién boleados molestaban mi nariz con el olor a
grasa.
Apagué la lámpara y traté de
analizar mi día. Evidentemente había hecho las cosas al revés. O al menos así
lo sentía. No podía estar bien seguro; con todas las pastillas que me dio el
psiquiatra y las constantes voces en mi cabeza, nada era del todo cierto para
mí.
Ni siquiera sé si el cuerpo que
yace inerte en la cama, con su traje impecable y los labios azules, soy yo, o
alguien más, o es solo otro de esos sueños raros que tengo.
Me recostaré sobre él, y espero
que mañana al despertar todo esté bien. Que mi vida vuelva a mi lado, aunque
tenga que ir por ella al otro mundo. Que mi ánimo se reponga, y que todo vuelva
a ser como era antes, sin importarme nada más que volver a sentir, a pensar, a
existir…
JMGC
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